viernes, 30 de octubre de 2015

Mujer que devolvía el rostro a los soldados en la 1ª Guerra Mundial.


La máscara de Richard Harrow no es un invento macabro de Scorsese. Entre las fotos de Anna Coleman Ladd, una artista norteamericana que llegó a París en la I Guerra Mundial, hay media máscara casi idéntica, gafas incluidas, y un hombre sorprendentemente parecido a Richard. Quizá Harrow no existió. Quizá Scorsese solo viera aquella máscara y le sirviese para inventar un personaje de Boardwalk Empire que podría haber sido cualquiera de entre miles de hombres reales. Lo poco que sabemos del taciturno personaje es que acababa de volver de la I Guerra Mundial. La primera guerra, dicen, en la que un hombre podía perder la cara y seguir con vida. Para eso había llegado la artista norteamericana a Paris. Para devolverles el semblante.

 
La metralla destrozó los rostros de unos 20.000 soldados durante la I Guerra Mundial. Los intentos de cirujanos como Harold Gillies y del dentista armenio Varaztad Kazanjian, pioneros en la aplicación de la cirugía estética a los rostros devastados por la metralla, no siempre eran efectivos. Incluso varias operaciones resultaban insuficientes en los casos más extremos. Tras la cirugía, muchos hombres seguían luciendo unas heridas tan visibles que eran aislados de la sociedad y se veían obligados al ostracismo o a encargarse de trabajos en los que nadie les viese. De ahí que algunos veteranos de guerra acabasen trabajando en lugares aislados u oscuros como los cines.

Para solventar este problema y alcanzar los resultados que la cirugía no lograba, el escultor y capitán Derwert Wood había empezado a hacer experimentos en un hospital londinense en el que trabajaba como camillero, para devolver el rostro a los soldados británicos. La goma y la gelatina resultaron técnicas exiguas y Wood acabó decantándose por la elaboración de máscaras en un local que solían llamar ‘Tin Noses Shop’.

 

Wood publicó un artículo en el que afirmaba que su trabajo solo comenzaba cuando el del cirujano terminaba. El escultor decía que, gracias a estas nuevas máscaras, el paciente recuperaba la confianza en sí mismo que había perdido. «Su propia existencia deja de ser una fuente de melancolía», escribió en la revista médica británica The Lancet.

Era 1917 y Anna Coleman Ladd (Philadelphia, 1878) estaba leyendo el artículo de Wood. Se había mudado a Boston en 1905 y entonces ya era una aclamada escultora en la ciudad. Educada en París y Roma, y famosa por sus fuentes y bustos, había conseguido exponer en varios museos de Estados Unidos. Aquello que había escrito Wood la llevó a pensar que ella tenía mucho que aportar y que podría hacer lo mismo que él, pero con soldados franceses. Se puso en contacto con el escultor, quien accedió a enviarle todos los detalles de su trabajo para que ella pudiese aplicarlos por sí misma en Francia.

Además, allí se reencontraría con su marido, el pediatra Maynard Laddy, que entonces estaba en París y con quien después tuvo dos hijas. La fama no lo era todo. Como mujer ninguneada de su época, supeditada al marido o al padre, Ladd no habría conseguido el beneplácito de la Cruz Roja Americana para abrir un estudio de máscaras de no ser porque su marido había sido designado director de la Oficina del Niño en Toul.


En diciembre de 1917, Ladd agarró sus pertenencias y cruzó el Atlántico. Acompañada de cuatro asistentes, fundó el Estudio de Máscaras-Retrato de Cruz Roja Americana en París.
Tras recibir las indicaciones de Wood, Ladd comenzó a recorrer los hospitales de París en busca de potenciales pacientes. Alrededor de 3.000 soldados franceses acudieron a su estudio en busca de ayuda. Allí no había espejos. Estaban prohibidos. Así que el deseo por volver a la normalidad, el ambiente amistoso y las distendidas charlas, iban preparando a los soldados para lo que les esperaba: el regreso a la sociedad. Ella los llamaba los valientes sin rostro.

El proceso

Basándose en fotos antiguas y entrevistas, Ladd estudiaba todo: desde los hábitos de los pacientes hasta sus expresiones faciales. En base a ello, decidía el semblante que asignaría a cada máscara, una expresión que los veteranos mantuvieron de por vida.

Primero elaboraba un vaciado de yeso del rostro. Después, hacía una prueba sofocante con arcilla y plastilina. Entonces, el molde salía del estudio y, en una planta de producción, se creaba una réplica de cobre galvanizado, por ser maleable y mucho menos pesado. No obstante, cada máscara completa llegaba a pesar más de 250 gramos y solo los que necesitaban cubrir media cara lograban cargar con caretas más ligeras, de unos 100 gramos.


La versión en cobre galvanizado llegaba al estudio y entonces comenzaba el proceso de refinamiento. Ladd soldaba el resultado para dar forma a las cejas y los labios, en los casos en los que era necesario cubrir la boca. Para este tipo de máscaras, además, dejaba un espacio entre los labios en el que pudiese caber un cigarrillo. Con la máscara ya colocada sobre la cara del soldado, a fin de aproximarse con más precisión al tono de la piel, pintaba el cobre con óleo. Pero el resultado no era el mejor. Así que acabó optando por un esmalte que se podía lavar y cuyo acabado mate tenía un efecto más parecido a piel.

Cuando el soldado había tenido barba, bigote o gafas, también Ladd incluía estos elementos. A veces, también lo hacía porque a ellos les apetecía cambiar un poco más de apariencia en ese momento y añadir, por ejemplo, una barba. Para este tipo de detalles utilizaba pelo real.
Aunque Ladd y sus ayudantes trabajaban sin descanso, cada máscara necesitaba varias semanas de elaboración y la Cruz Roja Americana no pudo seguir manteniendo el estudio después de la guerra.

Máscaras6

Gracias a las máscaras de la artista, aquellos hombres dejaron de vivir como reclusos. Sería demasiado optimista creer que volvían a la más absoluta normalidad, como ella misma creía, porque la máscara no dejaba de ser un estigma. Pero podían dejarse ver en la calle, sus hijos ya no salían corriendo si se acercaban para darles un beso y sus mujeres dejaban de repudiarlos. Incluso alguno logró conquistar a su amada, que llegó a aceptarle como futuro marido, según él mismo explicó a Ladd en una carta de agradecimiento.

Durante la guerra, la mutilación llegó a estar relativamente aceptada por la sociedad solo cuando se trataba de extremidades. Lo que nadie podía soportar era cruzarse con un hombre sin nariz, sin una oreja o con la cara completamente desfigurada. El miedo y la vergüenza jugaban siempre en contra. Y no sin razón. Que aquellos hombres desfigurados no pudiesen salir a la calle no siempre fue un acuerdo tácito. Cerca del hospital facial de Gillies, en Sidcup (Inglaterra), según un artículo de la revista Smithsonian, alguien había pintado algunos bancos de azul, lo que advertía a los vecinos de que un hombre sentado ahí sería angustioso de ver.


Ladd no solo llenó un vacío físico, también contribuyó a llenar los vacíos psicológicos de casi 200 hombres que se habían acostumbrado a vivir en la oscuridad y a negarse a sí mismos. Puede que las máscaras no alcanzasen la perfección, pero la artista consiguió que algunos de esos hombres se asustasen al ver el resultado. Algunos no podían concebir que así habían sido antes de dejar de ser como eran.

Las máscaras no iban a ser eternas. A causa del uso diario, apenas duraban intactas un par de años. Eso ella lo sabía. Ninguna ha sobrevivido a día de hoy, pero el instituto Smithsonian guarda todos los documentos de Ladd publicados (fotos, diarios, etc) y hasta un vídeo que muestra el proceso de elaboración de máscaras en su estudio.


Ladd regresó a Boston después de un año y medio, tras conseguir que casi 200 hombres disfrutasen de una cara nueva. A su regreso, fue condecorada con la Medalla de la Legión de Honor y nombrada Caballero de Crois de la Orden de San Sava de Serbia. Escribió dos novelas y su historia inspiró otra. No pudo hacer nada por los soldados de la Segunda Guerra Mundial: murió el 3 de junio de 1939, en Santa Barbara (California).

«Gracias a usted, puedo volver a vivir. Gracias a usted, no me he enterrado vivo en las profundidades de un hospital para discapacitados», le escribió uno de sus valientes sin rostro. Es difícil establecer una correspondencia entre las fotografías de Ladd, en las que solo identificamos los rostros, y las cartas que recibió, en las que solo vemos los nombres y apellidos. Por eso, es difícil asegurar que Richard Harrow no existió.


Fuente: Virginia Mendoza (Periodista y antropóloga)

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